PERICO CARBAJAL (POR GUSTAVO RUIZ)














A veces la vida nos espera escondida en una esquina, y cuando pasamos por allí zas, se nos aparece con una sorpresa, de las buenas. La que les voy a contar ahora ocurrió por allá de abril de 1974, en lo que era la cancha de básquet del colegio Nacional, la que está sobre el predio que da a la avenida Virrey Toledo. Yo andaba por allí con el gordo Beto Arévalo, un grandote bonachón que la vida me dio como amigo. Estábamos por jugar un picadito de fútbol, cuando aparecieron dos muchachos con una pelota de rugby. Y se pusieron allí, a patear alto y agarrarla de aire, a correr de aquí para allá.
Uno de los muchachos se nos acercó, el Dante Escuero, y nos invitó a divertirnos un rato. Después de jugar un rato nos preguntó la edad y se sorprendió cuando le contamos que teníamos 14 años. “¿Quieren jugar al rugby en la U?”, preguntó. Le respondimos que sí y en ese instante comenzó un cambio en mi vida, y en la del gordo Beto.
Fuimos a la cancha de Universitario allá, detrás de la UNSa, y nos presentaron a los que iban a ser compañeros de equipo. Hasta que lo vimos a él, a Perico Carbajal. Recuerdo que estaba con una bermuda blanca y una vieja y descolorida camiseta de la U. Con el silbato que tenía colgado en el cuello los volvía locos a los changos. “Todos aquí, vengan que vamos a elongar”, ordenaba después de esa práctica. “¿Ustedes son los nuevos, de qué juegan?”, nos preguntó a mi y a Beto. No supimos que responder pues el rugby era una materia a la que recién le estábamos agarrando el gustito.
“Los dos tienen lomo de forwards”, nos dijo. Y nos puso a trabajar con otros grandotes que andaban por ahí, como Coronel, el burro Famá, y otros que giraban pasando la guinda para atrás. “Los miércoles y viernes entrenamos en la cancha de Dos Bosco”, nos dijo antes de la despedida.
Fuimos a Don Bosco el miércoles próximo y el entrenador era otro, porque Perico estaba dando clases en la UNSa. Pero al rato llegó. Vestía traje azul, camisa celeste, corbata azul oscura y mocasines. Y ahí me dio la primera muestra de su adorable locura: así, de traje y pelo engominado, se tiraba al piso para enseñarnos a tacklear. No podía creer lo que estaba viendo, un tipo que hacía eso para  enseñarnos a los nuevos a jugar al rugby, que era también una manera que este hermoso deporte se metiera en el alma de nosotros.
Perico armó una quinta bárbara, salimos campeones invictos en la cancha del Jockey. Y cuando pasé por su lado me acarició la cabeza y me dijo sutilmente que me arreglara la camiseta, que me la meta dentro del pantalón. Yo tenía ganas de abrazarlo y decirle gracias por enseñarme tanto, pero me dio vergüenza y me contuve la emoción de salir campeón en un deporte que lo jugaba por primera vez en un mundo, para mi, desconocido. El rugby por aquellos tiempos era más elitista que ahora, pero Perico tenía la bondad de no hacer diferencias con nadie.
Luego de ese campeonato me alejé un poco. Me dediqué a laburar con mi viejo y a ir los domingos a la cancha. Un día, en pleno laburo, veo que Perico entra al taller. Saluda respetuosamente a mi viejo y me dijo que quería hablar conmigo.
- ¿Qué pasa que dejaste de ir- preguntó. Le conté que estaba laburando a full y que los domingos tenía que ir a la cancha a ver fútbol. “¿O sea que a vos te gusta estar en las tribunas y no en la cancha jugando?, pensaba que era más inteligente”, me metió el dedo en el orgullo. Y antes de subirse a su Fiat 125 color bordó, me dijo: “Andá el miércoles a entrenar a Don Bosco, no me falles”, y se fue.
Esas palabras me hicieron volver a jugar. Porque Perico, sin saberlo, me enseñó la diferencia entre ser actor o platea, entre estar transpirando en la cancha o fumando en la tribuna. Y ese solo gesto, por Dios, me hizo cambiar mi actitud ante la vida.
Después si, crecí, me alejé del rugby, y no lo volví a ver. Hasta que un día me enteré de su fallecimiento. Sentí mucho aquella partida, porque Perico Carbajal son de esos personajes queribles, esos locos lindos que salen de tanto en tanto para regar de bondades el escenario de la vida que nos toca transitar.
Ahora debe andar por ahí, con su silbato al cuello, con sus gritos en el scrum para ganar la guinda, enseñando matemáticas a los ángeles, o simplemente dictando clases de buen tipo en las aulas del paraíso. Porque Perico Carbajal era un loco, un obsesivo, un excelente profesor, un gran maestro y un buen tipo. Y yo tuve la suerte de conocerlo. Gracias a la vida por ello.
Un abrazo desde aquí, estimado amigo. Gracias por todo.
Gustavo Ruiz